domingo, 11 de marzo de 2012

No hay barreras


No hay barreras. La mejor frase que escuché ayer.

Ayer fue uno de esos días que suelo tener de vez en cuando desde que llegué al sur. Uno de esos días en los que la soledad no es buscada, sino impuesta. Las cosas impuestas rara vez resultan agradables. Me pasé todo el día engañándome con esto y lo otro, cualquier cosa antes que sentir su fría mano. Te llamé con una excusa y resulté creíble. Me lo creí hasta yo. Más tarde, llamaste tú. Me cuesta un mundo reconocer que me siento sola. La soledad, parece que solo deba esconderse tras las figuras de los márgenes o de las canas. Pero a ti no te puedo mentir, aunque lo intente me ves sin estar y me escuchas tras mis silencios. Entonces caí haciéndome agua, como esa imagen de la peli de Amelie después de que el chico que le gusta se va sin reconocerla. Y por primera vez, y aún sin pronunciarlo, te reconocí que sí, que todo lo que me pasaba (una infinidad de puntos suspensivos egoístas) era simple y llana soledad. Y me dio tremenda vergüenza. Qué va a pensar la gente, qué vas a pensar tú. De entre todo tu discurso entrecortado por la tecnología empeñada en no oírte, reconocí que me decías, No hay barreras. Y en ese momento redescubrí por qué tú.

Desde hace tiempo te merecías una entrada, un reconocimiento, toda una declaración de intenciones. Tengo la intención de seguir conociéndote, conociendo la suma que hacen dos personas mejor, la intención de vivir en tu espacio sin ahogarte, la intención de enseñarte las minúsculas motas de mí, la intención de conducirte hasta donde quieras que llegue, la intención de reaprender a través de tus ojos, la intención de que no te canses de mi cuerpo, la intención de acariciarte mientras duermes y yo memorizo tu respiración, la intención de descubrir nuevos nombres para los años que vendrán. Tengo la intención de quererte hasta que tú quieras que lo haga.

Porque contigo no hay barreras.